Gabriel García Márquez y su obra: una historia personal entre textos, lectora y autor 

El 17 de abril de 2024 se cumplen diez años de la muerte de Gabriel García Márquez y numerosos homenajes se suceden para recordar al creador de Macondo. Reflexiones sobre su obra literaria, su trabajo como periodista, su compromiso social o su aporte al cine como mecenas o guionista aparecen en publicaciones, tertulias y mesas redondas.

Resulta complicado entonces aportar algún matiz nuevo a lo que han dicho tantos expertos ¿Qué se puede agregar al análisis exhaustivo de Josefina Ludmer sobre Cien años de soledad? ¿Queda algún resquicio en el estudio de la narrativa de Gabo que realizó Ángel Rama? ¿Hay algún fleco que se le ha escapado a Julio Ortega de “El ahogado más hermoso del mundo”? Críticos y teóricos de la literatura han estudiado minuciosamente las páginas de La hojarasca o de El coronel no tiene quien le escriba y por ello pienso que lo más interesante que puedo escribir, a modo de homenaje, es mi historia como lectora, un relato autobiográfico de mi relación con sus novelas, sus cuentos y sus crónicas. En estas pinceladas aparece un itinerario lector que comparto en este aniversario del fallecimiento del más famoso vecino de Aracataca.

La Vida y Obra de Gabriel García Márquez

El primer contacto con la obra de García Márquez ocurrió en 1983. Era casi una niña y en una tarde de verano, un amigo me dijo que el colombiano era su escritor preferido. “¿Ah, sí? ¿Y qué me recomendás?”, le dije, con algo de vergüenza porque, por primera vez, me hablaban de un escritor cuya obra no conocía. “Tenés que leer Cien años de soledad. Es impresionante”. De regreso a mi casa me propuse como un reto leerla, pero no encontré el ejemplar en mi casa y desistí del intento.

Semanas más tarde encontré en una librería Los funerales de la Mamá Grande y lo compré. Experimenté tal asombro con los personajes, las situaciones y el universo de Macondo que ese libro de relatos fue el inicio de una relación de amor que nunca ha terminado con la obra de García Márquez.  Fui nuevamente a la librería y compré Crónica de una muerte anunciada: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros”. Pese a que tanto en el título como en las primeras líneas se desvela el trágico final, no pude evitar tener la esperanza de que se salvara, de que la puerta de su casa no estuviera cerrada y de que las cuchilladas que recibió no hubieran sido mortales. La maestría de la narración de esas últimas horas y de su agonía me hicieron partícipe de la desesperación de Santiago Nasar por salvarse de su destino funesto. 

Pocas semanas después leí La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Sufrí tanto con la pobre muchacha que decidí no leer más por un tiempo los textos del colombiano. Me aboqué en los últimos días de esas vacaciones al consumo compulsivo de novelas de Corín Tellado, que me cambiaban en una librería de tres en tres. Los romances de hombres guapos y ricos con jóvenes esbeltas e inocentes que poblaban las páginas de la asturiana me hicieron olvidar de la maldad de la abuela de Eréndira y de su vida miserable.

Finalizado el verano, con el comienzo del curso, una profesora del instituto me acercaría nuevamente a la literatura del colombiano. Teníamos que leer Relato de un náufrago para hacer un trabajo escolar. Recuerdo haber sufrido la sed y el hambre con Luis Alejandro Velasco Sánchez y hasta sentí pena, junto con él, por la gaviota muerta en altamar: “Le agarré fuertemente la cabeza al animal y empecé a torcerle el pescuezo, como a una gallina. Era demasiado frágil. A la primera vuelta sentí que se le destrozaron los huesos del cuello. A la segunda vuelta sentí su sangre, viva y caliente, chorreándome por entre los dedos. Tuve lástima”.

Reflexiones sobre «Cien Años de Soledad

Todavía tenía pendiente Cien años de soledad y como se acercaba mi cumpleaños, volvería a encontrarme con mi amigo durante la celebración. Por ello, busqué un ejemplar y abordé su lectura. Me perdí en el laberinto de los Aureliano y José Arcadio Buendía, pero sentí un dolor profundo por los habitantes de Macondo cuando se produce el abandono la compañía bananera. Aquellos que “Dotados de recursos que en otras épocas estuvieron reservados a la Divina Providencia, modificaron el régimen de lluvias, apresuraron el ciclo de las cosechas y quitaron el río de donde estuvo siempre y lo pusieron con sus piedras blancas y sus corrientes heladas en el otro extremo de la población, detrás del cementerio” dejaban el pueblo lleno de miseria y desolación. Evoco la indignación, la rabia y la pena que me produjo ese pasaje y la constatación de que la literatura explica con mayor profundidad y belleza lo que cientos de ensayos pretenden dar a conocer: la ambición desmedida y la deshumanización que acompañan ciertas decisiones económicas. Años más tarde, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, volvería a las páginas de esta gran novela. Con más formación, más lecturas y otras herramientas teóricas pude comprender los secretos de las páginas de Cien años de soledad, pero cada vez que rememoro alguno de sus fragmentos vuelven a mí esos despojos, esa violencia, esa caída. Seguí buceando por Macondo con la lectura de La hojarasca y experimenté el dolor de una espera interminable junto al protagonista de El coronel no tiene quien le escriba, que el propio autor consideró que era su mejor novela. “Desde hacía mucho tiempo el pueblo yacía en una especie de sopor, estragado por diez años de historia. Esa tarde -otro viernes sin carta- la gente había despertado”.

Mis estudios de literatura latinoamericana en las aulas universitarias incluyeron el análisis de El otoño del patriarca, gran novela de tirano, y El amor en los tiempos del cólera, una de mis favoritas. Si la lectura de la primera me resultó compleja y difícil, por su puntuación enrevesada y sus múltiples voces narrativas, la historia de Florentino Ariza y Fermina Daza me conquistó desde las primeras líneas. La imagen de Fermina en la puerta de su casa con su tía, haciendo sufrir a Florentino por su indiferencia fingida me despiertan una ternura infinita. Esa descripción del primer acercamiento, la emoción de las palabras que se intercambian y que auguran una historia maravillosa son entrañables. Y en medio de la atmósfera romántica, se rompe la magia. Florentino va a darle una carta a Fermina; ella le acerca el bordado para que deposite su misiva… “Entonces ocurrió: un pájaro se sacudió entre el follaje de los almendros, y su cagada cayó justo sobre el bordado. Fermina Daza apartó el bastidor, lo escondió detrás de la silla para que él no se diera cuenta de lo que había pasado, y lo miró por primera vez con la cara en llamas. Florentino Ariza, impasible con la carta en la mano, dijo: “Es de buena suerte”. Ella se lo agradeció con su primera sonrisa, y casi le arrebató la carta, la dobló y se la escondió en el corpiño. Él le ofreció entonces la camelia que llevaba en el ojal. Ella la rechazó: “Es una flor de compromiso”. Enseguida, consciente de que el tiempo se le agotaba, volvió a refugiarse en su compostura.

-Ahora váyase -dijo- y no vuelva más hasta que yo le avise.” Todavía recuerdo la carcajada que sorprendió a todos pasajeros del autobús en el que viajaba mientras leía ese capítulo.

El Legado de García Márquez en el Cine y la Cultura

Algún tiempo más tarde, la lectura de El general en su laberinto me acercó a la vida de Simón Bolívar y me permitió ver cuánto hay de ficción y cuánto de historia en los relatos biográficos de los grandes hombres de América. Me resultó triste la narración de la decrepitud del héroe y su final trágico: “Era el fin. El general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios se iba para siempre. Había arrebatado al dominio español un imperio cinco veces más vasto que las Europas, había dirigido veinte años de guerras para mantenerlo libre y unido, y lo había gobernado con pulso firme hasta la semana anterior, pero a la hora de irse no se llevaba ni siquiera el consuelo de que se lo creyeran. El único que tuvo bastante lucidez para saber que en realidad se iba, y para dónde se iba, fue el diplomático inglés que escribió en un informe oficial a su gobierno: «El tiempo que le queda le alcanzará a duras penas para llegar a la tumba».

Ya en los noventa, dos libros me permitieron reencontrarme con el universo mágico que tanto había disfrutado en las primeras lecturas de García Márquez. Se trata de Del amor y otros demonios y Doce cuentos peregrinos, que leí uno detrás de otro. Primero, me sentí conmovida y fascinada por la historia de amor de Sierva María y Cayetano: “Cuando terminó, Cayetano tomó la mano de Sierva María y la puso sobre su corazón. Ella sintió dentro el fragor de su tormenta.

«Siempre estoy así», dijo él. Y sin darle tiempo al pánico se liberó de la materia turbia que le impedía vivir. Le confesó que no tenía un instante sin pensar en ella, que cuanto comía y bebía tenía el sabor de ella, que la vida era ella a toda hora y en todas partes, como sólo Dios tenía el derecho y el poder de serlo, y que el gozo supremo de su corazón sería morirse con ella. Siguió hablándole sin mirarla, con la misma fluidez y el calor con que recitaba, hasta que tuvo la impresión de que Sierva María se había dormido. Pero estaba despierta, fijos en él sus ojos de cierva azorada. Apenas se atrevió a preguntar:

«¿Y ahora? »

«Ahora nada», dijo él. «Me basta con que lo sepas».

En los cuentos, por otra parte, encontré sensaciones similares de desolación, incluso provocadas por la mala suerte y el desencuentro, como la falta de comunicación entre los protagonistas de “El avión de la bella durmiente”, una historia de lo que pudo haber sido y no fue. Si con estas dos obras reviví las sensaciones que tuve de adolescente, con ese universo mágico que crea García Márquez en sus textos, con Memoria de mis putas tristes disfruté menos de la lectura: “Nunca me he acostado con ninguna mujer sin pagarle, y a las pocas que no eran del oficio las convencí por la razón o por la fuerza de que recibieran la plata, aunque fuera para botarla en la basura”. 

Pero Vivir para contarla fue un descubrimiento maravilloso. Acompañé a García Márquez por Barranquilla, Cartagena de Indias y Bogotá, conocí su amor por su abuelo, su pasión por las letras, su historia de amor con su esposa. La vida y la literatura estaban unidas en ese recorrido autobiográfico del escritor que me ha acompañado desde siempre con sus historias reales y mágicas.

En 1999 tuve la oportunidad de asistir a una conferencia de Gabo. Fue la única vez que lo escuché en directo. Quería tomarme una foto, pero tenía algo de pudor. Sin embargo, vencí el miedo y al finalizar la charla me acerqué para pedírselo. No recuerdo lo que le dije, sólo que me sonrió y me dijo que sí, que se haría la foto. Conservo ese recuerdo como un tesoro valioso, en mi biblioteca: Gabriel García Márquez, sonriente, con una de sus devotas lectoras. Han pasado más de veinte años, pero podría reconstruir el día, la hora, la temperatura y hasta la lluvia fina que caía esa tarde. No es para menos. Tengo una foto con uno de los mejores escritores en lengua castellana de la historia.

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