Ultimo paseo por el bosque

La noche andaba cerca de caer y él aún vagaba por el bosque. El aire, denso y de viaje lento traía olor a humedad y madera, a piedra y romero, a resina y tierra. No se había alejado mucho de los caminales y, por el respeto que le daba aquel gigante de mil brazos, de vez en cuando volvía al sendero para no excederse en la pérdida.

En el suceder de los pasos recordaba el último paseo con ella. Caminaban tomados de la mano y guardando un silencio sagrado que dejaba oír las voces del bosque. El gigantón, como lo llamaba ella, hablaba esa tarde con zumbido de libélulas, el cantar tímido de algún pájaro y la caída de alguna piña en un lecho de hojas. Fue en ese paseo, ya en lucha con la mala enfermedad, cuando ella decidió sentarse en la roca grande que marcaba la bajada al río.

– Baja tú si quieres, que yo ando algo cansada y no me veo para subir”.

Él andaba absorto en la observación y no pudo articular palabra porque justo en aquel punto, en aquel último paseo, en aquella hora de aquel día, el sol, vago de calor, iluminaba su rostro con una luz suave, casi mandarina, perfecta para adornar aún más el marrón claro del universo de sus ojos. Ella debió ser consciente de la magia porque supo girar el rostro para encontrar la admiración de Iván. En ese preciso momento, en aquel segundo de aquel regalo, sabía que ella marcharía pronto y cuando ocurriera, entonces, cambiaría la naturaleza de su ser.

-Me quedo aquí Ariadna. Que no me pierdo el verte.

-Anda tonto

-De tonto nada, que te veo y entiendo que contigo no estoy acompañado, porque contigo soy tu y soy más que yo. No sé explicarlo, pero la idea del yo, así como se viene conociendo para los que andan sin este amor, es inimaginable contigo a la vista.

-¿Te pusiste poeta?

-Me puse consciente, y este sol, que no consigue ser rival, parece que ha ayudado a que yo lo entienda.

-Es muy bonito, una pena que nos encontráramos tan tarde en la vida y que nos separemos tan pronto.

-Te digo una cosa Ariadna. Bien sabes que siempre estuve solo. Que, como pocos, he conocido el frío, el hambre, la incomprensión y el desamor. Mis manos encontraron heridas en su piel y en el tacto, mi espalda es amplia pero anda escrita con cicatrices que duelen en días de lluvia. Pero todos esos años, toda mi infancia, toda la incomprensión, la soledad, todas mis peleas y todos mis fracasos han merecido la pena por haberme llevado a ti. Toda la miseria de mi vida habría merecido la pena por un solo día contigo.

Ella no respondió, solo extendió la mano para que él fuera a abrazarla.

Entonces el viento trajo es sonido del río, un pájaro cantó y decidieron esperar a la noche para , quizá por última vez, ver juntos las estrellas.