tokio 2030

En aquella época Tokio ya era para Samuel como una flor perdida en alguna parte de la memoria. La ciudad resultaba ahora otra cosa diferente a lo que había vivido tras su llegada muchos años atrás. Era una ciudad acelerada y agresiva, amenazante como un animal con dientes de acero, siempre dispuesta a morder, difícil de entender, retorcida en sí misma, autómata a ratos y a pesar de todo encantadoramente fría. 

Sam se había acostumbrado a edulcorar los días con el recuerdo de sus flores. Por aquel entonces su fragancia, que era la más fina esencia que había conocido de Tokio, parecía haber sido comida por los perros de la prisa y la modernidad, por los vicios, el lujo y la vanidad. Aquel ácido de locura y movimiento inquieto llegaba con costumbres extranjeras y se había infiltrado poco a poco en las calles, en los tejidos, en el aire, en la comida y los olores, en los usos, en la piel y hasta en el pensar consciente, como lo hace el opio al romper los candados del pensamiento hasta perder el contacto con la realidad.
Ahora ya era, además, una ciudad que olvidó dormir, dejando que marcharán sus sueños de olas que gritaban espuma, sus amores humildes, las lecciones de tragedias viejas y el honor refugiado el filo del acero templado. Y en lo que ahora era un sueño que jamás volvería, a Sam le esperaba el recuerdo de la flor que fue su ciudad de los jardines. 
A veces le gustaba perderse por las zonas más viejas de la ciudad, aquellas en las que el papel de las casas y las luces cálidas del interior de los bares hacían creer que aún quedaba salvación para Tokio.
Una noche, Sam salió a pasear buscando trazas de lo antiguo. En medio de una madrugada tibia y lluviosa, encontró un diminuto bar oculto entre muchas plantas y algunas flores. Entró para evitar más agua sobre sus hombros y, quizá atraído por los colores de los brotes, buscando en aquel lugar la inspiración para volver a oler los recuerdos su flor de Tokio. Acompañado por el roce de las plantas del jardín a la entrada del lugar sintió que llegaba a un refugio. Hizo la reverencia al entrar y usando apenas cuatro pasos, llegó a la barra donde tomó asiento. El lugar olía a madera húmeda y a un extraño incienso que, desde la oscuridad del fondo de aquel espacio parecía querer huir hacia la calle. Tras la barra, al fondo, en la cocina e iluminado por una débil luz azul, se adivinaba la presencia de un hombre alto que parecía ser el dueño del lugar.

Pidió una botella de sake y bebió como si tuviera sed. 

Desde su asiento, acabado cuero marrón viejo y muy mullido, podía sentir la lluvia en la calle y ver el bailar de las hojas del jardín que se dejaban llevar por el zarandeo del agua y una ligera brisa. 

Respiró hondo y volvió a beber.

Sobre la madera de la barra alguien había grabado el nombre de una mujer que, por el desgaste del dibujo, parecía ser registro de un asunto muy antiguo. Samuel estaba algo bebido y pensó en el desgaste, en la pérdida, en lo que dura poco y no apreciamos. En que quizá las flores deben perderse para encontrar su valor en la marca que dejan a pesar de la miseria de algunos hombres les hace ciegos. Hay demasiadas flores que no apreciamos, pensó. La flor de la juventud, la de la inocencia, la flor del primer vicio. La flor de las miradas de adolescente, la del tacto en el abrazo de un hermano, la del primer sexo sin afecto, la de la primera muerte, la flor del mismo amor, la de los escenarios nuevos que nos miran. Algunas de esas flores se vuelven a encontrar y otras, como la mejor del recuerdo del Tokio que conoció y ya murió, quedan solo en el jardín de la memoria ya vieja, cansada y torpe.
Sam se agarró al vaso y pidió una nueva botella. El dueño, hombre delgado y de movimiento lento, vio la hora y, con infinita paciencia, siguió instrucciones. Parecía muy cansado y tras volver a su rincón, miró por la ventana, apoyó la mejilla en la palma de su mano y cerró los ojos para soñar con flores mientras Sam, al otro lado de la barra, se emborrachaba de recuerdos y acababa su bebida.