Adiós a Endoradhouse. CAPITULO 2

Aquel iba a ser nuestro último día en el que era el mejor lugar y más bello del planeta. El día que quisimos ignorar a pesar de ser evidente que, si queríamos seguir vivos, aquel momento debía a llegar.

Madre llevaba meses ausente, de alguna manera diferente pero por otro lado continuaba mostrándose mujer entera, dura como el granito y determinada a luchar contra las olas del destino. Por el contrario Tommy y yo, quizá influidos por el inextinguible brillo de mi hermana Galathea, habíamos seguido creyendo que nuestro futuro podría seguir ligado a la casa del final del camino. “La casa del final del camino”, ¡qué ironía! Casi nadie sabía que Endorahouse se llamaba así por un baile de letras de mi abuelo y lo que debió ser registrado como “End road house” ahora llevaba nombre de una premonición. Nuestro camino en la tierra que vio crecer a generaciones de mi familia, había encontrado su acantilado, su final.

Aquella mañana la isla había despertado con una luz inusual, irradiada por un sol hiriente y burlón que, al poco de despegado del horizonte, invadió la habitación para calentar mis párpados. Desperté entonces doblemente. No podía creer que hubiera llegado la fecha que tanto repelía mi espíritu. El momento en que tocaba dejar atrás el sueño de una vida.

La noche anterior, entre lágrimas y abrazos, nos habíamos despedido del servicio y cuando el reló marcó las once campanadas, como si cayera bruscamente el telón de un teatro, la casa se hizo repentinamente fría y fantasmagórica. Pero a pesar de todo, cuando al rato andaba cubriéndome con las mantas, algo dentro de mí se aferraba a la idea de que quizá, al despertar siguiente la vida podría seguir igual que hasta entonces. Se ve que ni el nuevo sol es favorable cuando el mundo anda loco, el destino pesa y la vida se nos escapa.

Tras aquel amanecer me llevó un buen rato atreverme a salir de la habitación. Una vez fuera, quizá por un deseo irrefrenable de intimidad con el pasado, aquella mañana anduve vagando pretendiendo que no me viera nadie. No fue difícil porque, de las pocas veces que me crucé con Tommy o Galathea, andaban en situación parecida. Todos habíamos quedado ciegos a la realidad y arrastrábamos nuestros pasos buceando entre recuerdos. Así, embriagada por las risas y música de mi memoria, evitaba el parpadeo para empaparme de la belleza enraizada en los rincones y decoración de la casa. Las lámparas de araña con cristal de Venecia, el mueble de roble con las porcelanas chinas que el tío Edward trajo de sus viajes, los sillones de piel de búfalo que aún conservaban el olor a áfrica, la cubertería de plata de París que trajo madre, los tapices de Madrid, los juegos de mesa de mármol. Todo aquello era más que cosas bellas, era el recuerdo de muchas vidas y el resumen de un mundo. Ver eso me generaba una extraña mezcla de dolor y amor, de pertenencia a algo inmaterial y deseo material. Con aquellos condimentos y poco a poco fui entrando en los laberintos oscuros del pasado que se escondían en los de la misma casa. Rincones prohibidos atados por el lazo de los secretos. Y, a la altura del almuerzo, decidí llevarme el mío, el más preciado por significar mi primera muerte.

Gasté horas buscando entre los registros y papeles del abuelo hasta encontrar la carta. Ese trozo de papel en el que me dirigía a él aceptando un casamiento que condenaba un amor prohibido. Con aquella carta murió, además, mi deseo de lucha y nació la aceptación de vivir con un hombre, simplemente bueno. Al leer la letra temblorosa de mi adolescencia pude

comprobar que nuestro espíritu queda atrapado en la letra manuscrita y, reconocer el borrón de una lágrima en aquel viejo papel me hizo ver de nuevo todo claro. Madre indicó que viajáramos ligeras de peso. Pues bien, llevaría conmigo lo más preciado que vi obligada a dejar y lo que me recordaría a lo más auténtico que, sin saberlo, la vida me dio tras el sacrificio. La carta sería el recuerdo de un amor perdido y una promesa para no perder más cosas apasionadas. El corsé de mi boda con Edward, el hombre más bueno que esta isla ha conocido, sería lo que llevaría para sustentar mi corazón y vísceras.

Sin saber cómo había llegado la noche y fuera esperaban madre, Tommy y el jardinero que disponía del carro bien preparado y justamente cargado. Hacía un calor inusual, agobiante en una noche oscura, y una vez montada Galathea el carro empezó a moverse hacia el bosque.

Atrás ya no quedaba una vida, sólo había oscuridad y cosas materiales. Delante quedaba un mundo misterioso y posiblemente terrible. Pero llevaba conmigo las tres cosas que me harían recordar lo mejor de mi vida. Una carta, un corsé y un alfiler de tocado que no fue mío y jamás nadie sabrá a quien perteneció.