Sombras en los Pasillos de Castilla

En un apartado rincón de Castilla, en donde el tiempo parece congelarse, un pequeño varón fue desprendido de las manos amorosas de sus padres para ser entregado, a sus cortos siete años, a un colegio regentado por frailes.

Era el 13 de octubre, una fecha que jamás olvidaría. El fraile que le recibió, con un porte aristocrático que destilaba el orgullo de una estirpe distinguida, pertenecía a una familia notable del barrio de Salamanca. Con su sotana inmaculada y un aura de erudición —había, después de todo, estudiado en universidades extranjeras y hablaba un alemán pulcro—, se encargaba de los internos más jóvenes.

Cada noche, al resguardo de la penumbra de su cuarto, el chico besaba la fotografía que mostraba a su familia, permitiendo que sus lágrimas se deslizaran por el papel. Su pluma, un obsequio valioso de su primera comunión, fue hurtada sin piedad. A pesar de reportarlo, recibió poco más que reproches y la implícita acusación de su padre, que insinuaba una posible venta clandestina para adquirir dulces. El sentimiento de desamparo lo envolvía. Sin embargo, con el paso del tiempo, emergió su destreza en el deporte, en especial en el fútbol.

Cada partido era observado por una dama que destacaba entre la multitud: una joven viuda que, con sus labios carmesí y una despreocupada actitud al fumar, rompía con los códigos de modestia de las demás madres. Su frecuente charla con el fraile encargado del deporte era motivo de murmullos y cuchicheos entre las demás mujeres. El joven no sólo brillaba en el campo, sino también en el ámbito académico. Su diligencia y devoción lo llevaron a ser nombrado delegado de su clase, una posición que le otorgaba ciertos privilegios y responsabilidades. Los delegados eran la voz de sus compañeros ante los maestros y, a menudo, tenían acceso a información que a otros se les negaba. No tardó en notar cómo algunos estudiantes eran favorecidos, ya sea por el estatus de sus padres o por sus habilidades atléticas. Sin embargo, un inesperado suceso quebrantó su fe en la institución.

Un día, escapando furtivamente para adquirir un periódico, se topó con una escena que turbó su inocencia: el mismo fraile con el que había compartido tantos momentos, en un íntimo abrazo con aquella viuda de labios carmesí, en un aula olvidada del colegio. Aquel hallazgo, un secreto oculto en los pasillos silenciosos del colegio, alteró su perspectiva y desencadenó una profunda crisis interna. El mundo, que antes se presentaba con claridad, se tornó difuso, lleno de sombras y preguntas sin respuesta. Y la fe, que había sido su refugio, ahora se presentaba como un enigma insondable.

Y desde entonces, ya no supo en que creer.