PARIS 1950

Habían pasado poco más de seis años desde la liberación y parecía que lo ocurrido hubiera quedado borrado de la memoria. O al menos eso ocurría en L´enfer los jueves cuando se llenaba de artistas y gente de bien buscando el incógnito para poder romper recuerdos y también sus barreras. Aquel día, a falta de cuatro días para la navidad, la brasserie contaba con unos pocos menos clientes, pero la poblaban los habituales de siempre y como cuando la luz del sol dormía tras los callejones, en el lugar flotaba una luz ámbar, relajante y cálida. En ciertos rincones resultaba claramente insuficiente pero apropiada para hacer ambiente de pecados. Era una iluminación que llegaba de una ecléctica orquesta destartalada formada por velas, bombillas viejas y otras nuevas que resultaban muy prudentes en su luz. Resultaba una familia de muchas pequeñas luces perfectas para alimentar el confort de la clientela. Juego de luces que, en resumen, bien aderezada con vino o absenta, animaba a la entremezcla y ruptura de fronteras, tanto carnales como mentales.

Él no había llegado aún a L´enfer pero conocía el lugar a la perfección. El sitio le gustaba como espacio nido de historias muy curiosas. Aquella noche, animado por la emoción del encuentro, caminaba por la ciudad con celeridad, intentando eludir el frío y la lluvia finísima de aquellas navidades. Quería llegar antes de lo acordado, antes incluso que Pierre. Le gustaba cuando eso sucedía porque encontraba hermoso apreciar la alegría de cada saludo. Disfrutaba en la observación de cada beso y abrazo que se entregaban los amigos en el encuentro. Pero aquella noche quería llegar adelantado para poder verla en su entrada al local. No sólo por apreciar el saludo, los besos y abrazos que regalaba con sonrisa espléndida, si no para poder deleitarse con su presencia desde la misma entrada a la brasserie. La imaginaba en el lento baile que suponía su caminar, partiendo el mundo en dos a cada paso que daba. Quería estar bien preparado y poder recibir a Marie calmado, adecentado en la respiración y en el peinado. Ella esperaba verle, pues era parte del grupo de amigos, pero no imaginaba el regalo que esperaba. Por esos sus prisas por Paris y su ilusión en el alma.
Andaba ya cerca y una suave lluvia, casi nube de calle, flotaba refrescado los ojos y lavando la cara de los transeúntes. Se podía decir que la noche, con su beso de agua, invitaba a estar despierto y buscar el deleite del amanecer.
A su espalda la torre Eiffel quedaba guardiana del encanto de la ciudad y desde lejos, las vidas de las casas se manifestaban como puntos de luz figurando miles de falsas estrellas que, sorteándose entre brillos vainilla y dorado, hacían aterrizar el cielo más abajo de la línea de los tejados para fundirse con la ciudad.
Era ya casi Navidad, el corazón latía y París había invadido su alma con emociones indescriptibles. Ya quedaba muy poco y dos calles más arriba, al girar la esquina, en L´enfer, esperaba calor, buen vino, risas, cariño y una posible historia de amor.
Pero a veces el mundo gira de golpe. Lo que ocurrió es que fue Navidad y tras aquella noche el corazón se le congeló porque la promesa de amor no se hizo presente. Ella nunca llegó a la braserie y de muy misterioso modo, jamás nadie volvió a tener noticias suyas. París, y la vida misma, jamás volvieron a ser lo mismo para Antonio.
A la mañana siguiente el camarero de L´enfer encontró un regalo envuelto en terciopelo azul que había quedado olvidado en la mesa número siete.
Dentro, en un sobre cerrado, dormía una nota que rezaba; «Para Marie con profundo cariño. Pasé lo que pase, espero poder ver tu sonrisa por muchos años»