La pluma

La conoció en un café, en uno de esos cafés silenciosos en los que el líquido negro humea con el aroma estimulante y agradable del sabor habitual. Empezaron a saludarse como dos conocidas que se arropan porque están solas y necesitan el contacto humano en los descansos.

Le pidió que le diera clase, vivían cerca. Quería acceder a la Universidad a Distancia a través del Curso de Acceso para mayores de veinticinco años, andaban por los treinta y tantos.

Vio una manera de tener un ingreso extra, tendría que ir a su casa. No le sorprendió el bienestar aparente del que estaba rodeada. Buenos perfumes en el baño, vestuario de lujo, bolsos de firma y una colección de zapatos que aumentaba la admiración y el capricho. En la sala olía a ambientador de lujo, imperceptible y duradero. 

Rita era alta, con cuerpo de deseo y cara redonda rematada en pelo corto que le daba un aire italiano; cierta vulgaridad se escapaba en sus gestos y la escasa instrucción le impedía una expresión fluida y convincente. Su trabajo le permitía ingresar buenas sumas de dinero, pero necesitaba cultura para ser diferente.

Era mucho lo que tendría que explicar y así empezó por los sustantivos y el sintagma nominal, el comienzo obligado de la sintaxis. Explicó y explicó con tal entusiasmo que seguramente despertaba una sonrisa de ironía y de envidia. Se sabía de memoria el programa de puro gusto. Solía llevar unos folios en una carpeta y un bolígrafo común con el que preparaba sus clases.

Un día el bolígrafo no aparecía y Rita le sacó una pluma nacarada con bordes dorados, imitación a las antiguas. Con qué placer la deslizaba sobre el folio blanco, la vio recibirla con tal cara de alegría que se la regaló, se la habían dado de propaganda y no la usaba.

Regresó a su casa con la felicidad de la conquista, enredaba la pluma entres sus dedos y escribía deseos y promesas con la esperanza de que así se cumplirían. Su atracción por las plumas le venia de la infancia, su abuelo sacaba una caja de madera que servía de escritorio, que contenía pluma, tinta y todo lo necesario para escribir cartas comerciales, le dictaba las direcciones que necesitaba para conseguir los productos que después vendería en el pueblo.

Un día miró el estuche, un pequeño bolso de cuero bordado con motivos marroquíes y la pluma no estaba. La buscó por todos sitios con desesperación, preguntó por todas partes. No encuentro la pluma, qué disgusto. Su familia no la había visto, quizá se había caído en el camino, siempre con prisas. Se había descuidado, tan bonita.

Cuando ya le había explicado todo el programa, una tarde en un descanso Rita sacó la pluma ante los ojos incrédulos de esa profe confiada y devota. No lo podía creer, se quedó con la pluma de nuevo, ese objeto que nunca había valorado ni usado, había apreciado el amor que sentía por la escritura y la literatura, esa pasión que pocas experiencias superan y quiso conquistar la emoción, apropiársela. Lo siento, se te cayó y me olvidé devolvértela, ¿te importa si me la quedo?

Al salir de la casa, blanca con los verdes regados por las paredes, las lilas parecían racimos al ascender los ojos. Un aire fresco de primavera se inhalaba para placer de los pulmones.  Las lágrimas salían sin duelo.      Una cosa más.

Años después, un pretendido amigo la llevó a su casa y le sacó un muestrario lleno de plumas, era su colección. También le enseñó sus medallas en hornacina y libros tras la cristalera, de los que no se tocan. Admiró las plumas y pensó en ellas como cadáveres inútiles, lo que nos empeñamos en guardar, almacenado con la firma de la posesión egoísta. No le ofreció ni la de propaganda.

Ahora tenía dos plumas, una azul que le regaló un amigo, brillante como el mar que alentaba la esperanza y otra roja que se compró con sus ahorros con la que escribía porque la ayudaba transmitir sus emociones directamente desde el corazón también rojo, como su sangre, y a la izquierda.