El vals de las flores ante el cristal

A la altura de aquel final de año ya quedábamos sólo el abuelo y yo.

Todos habían marchado y aquella noche, frente al fuego, encontrábamos el consuelo en nuestra memoria. Estábamos sentados en el salón, en medio de un silencio iluminado por nada más que la luz que escapaba del hogar. Yo viajaba al pasado y a ratos imaginaba a mamá saliendo de la cocina con el guiso, a papá reparando una vez más la radio del siglo pasado o a mi hermano pequeño jugando a ser astronauta entre el sillón y el sofá, mientras mi hermana caminaba en puntas por el pasillo.

Por la mirada del abuelo deduje que andaba en asuntos parecidos. Porque él es más permeable y aunque a esas edades parece que los ojos siempre lloran, esta vez miraban tras la humedad de lo muy triste.

Estaba así, sentado en su butacón de cuero, junto a la ventana por la que fingía observar algo. Sobre el cristal titilaba el reflejo del fuego de la chimenea, único calor de aquella noche de Navidad.

Al otro lado del vidrio realmente no quedaba mucho que mirar, salvo ladrillo rojo sangre, oscuridad, algún viejo cable de alta tensión mal colocado y al fondo a la izquierda, como una mala broma, la luz del final del callejón y una bombilla roja de pecado. Años atrás todo aquello había sido un jardín con fuente y jazmines. Pero, igual que pasó con nuestra felicidad, el devenir de las cosas acabó tragando a todo aquello para dejarlo en el estómago del recuerdo. La ciudad había convertido aquella vista en el mirador a un callejón para basuras y salida trasera de prostíbulo.

Hay momentos en los que la pena y el consuelo del recuerdo se hacen trenza. Yo, aquella noche tan fría, me encontraba en tal punto y además andaba intentando deshacer el nudo que la trenza hacía en mi garganta. 

Dadas las diez menos diecisiete y tras un golpe de brillantez, recordé los poemas inventados del abuelo. Los escuchábamos todos sentados a su alrededor. Él los creaba justo ahí, en el butacón y junto a la ventana. Quedábamos asombrados  por la facilidad de improvisación y la belleza de lo que el abuelo nos regalaba. A veces, al finalizar, mamá apoyaba la cabeza en su regazo y otras veces la abuela tomaba su mano. Tras aquello quedaba la casa perfumada por una calma sagrada y frágil, como de cristal.

—Abuelo, me estaba acordando yo y pensé que…bueno que quizá, antes de sacar la cena, podrías hacer como cuando estábamos todos —El abuelo continuaba mirando por la ventana — No sé, uno de tus poemas inventados estaría bien… ya sabes.

Tras un silencio que se me hizo muy largo, el abuelo habló

— Mira, acaba de salir “la Esther” a fumar. Qué pena de muchacha con lo joven y guapa que es. A mi edad uno sabe leer las caras y esta niña es buena mujer y divertida.  Me recuerda a tu hermana, con esas piernas tan largas con las que parece que siempre flota y esos brazos que son como cintas al viento. Se mueve lento, como lo hace una auténtica dama. Mira nene —Señaló con su largo dedo huesudo— esa me habría gustado para ti.

Pensé que, quizá por lo doloroso de un ejercicio que andaba atado a los recuerdos, el abuelo no quería hacer ese juego de poemas y magia. Pero al rato entendí que, como siempre, él solo estaba esperando al momento perfecto. Ese momento especial que, como decía, es el bueno para la subida del telón y para que empiece el espectáculo. 

“Que en esta vida a todo ejercicio de arte hay que salpimentarlo y darle ornamento. No porque sea necesario para la entrega de su emoción, sino porque es la manera de mostrar respeto al propio arte y al espectador”

Y en efecto, tras unos minutos de silencio y como por arte de magia, un enorme copo de nieve danzó el “Vals de las flores” delante de la ventana. Luego vino otro más pequeño y huidizo. Pasó un rato y luego vino otro y más tarde uno enorme que dio paso a todos los demás. Bajaban así en un discurrir lento, esquiando por el aire y haciendo sus derroteros. A veces los más pequeños andaban volviendo a por algo quizá olvidado allá arriba, en el cielo. 

Y fue así como, tomando el ritmo otorgado por el devenir de las cosas muy especiales, el abuelo dio gusto a su nieto a ritmo de tres por cuatro. Tuvo a bien, por suerte, el emitir ese pequeño tosido que lanzaba siempre antes de recitar, algo que me dio la oportunidad de usar la grabadora para congelar el mejor de los regalos de aquella Navidad.

—Deja que el tiempo caiga 
Como copos de nieve
Que lo haga con su libre sentido 
en el viajar hacia algún lado.
Hacia dios sabe dónde.
Deja que te bese la vida que otorga
incluso en este día ya muerto
Y que, con la geometría de lo bello,
te acaricie.

Que con la pureza de lo que no requiere de motivos,

te hagas libre
Que use la suya ligereza de lo intangible para emborrachar a tu entendimiento.
Deja que así te lleve poco a poco.
Sin ángulos ni quiebros.

Nieto
Que robe tu alma, ebria de lo lindo, y tus sentidos mezcle y desconcierte
y que te desoriente luego.
Que así, ya perdido, sin reglas ni prejuicios, intuyas el tejido de lo inmenso
Déjate llevar con su fluir ajeno al hombre.
Que ocurra la locura del amor a todo, porque todo es lindo tras la mirada limpia.
Libre de morales y juicios.

Porque nuestro triunfo está en la pureza, hijo

Sí , en este final, extraño y solitario,
deja que ese copo de tiempo te lleve al mundo verdadero de los sueños de la vida, que sólo unos pocos miran cuando todo ahí fuera no es más que una oscuridad helada por ciegos corazones en su frio invierno.

Tras acabar quedé callado y al rato empezó a nevar más fuerte. 

Luego me asomé por la ventana. Esther ya no estaba bajo la luz azul y no volvió a salir a fumar en toda la noche.