El lado vacío de la cama

Se sentó en la cama. Los huesos dolían casi tanto como el recuerdo y su espalda, doblada por los años, ahora le obligaba a mirar al parqué.

Ahí, abajo entre las penumbras y sin huéspedes, se vislumbraban sus viejas zapatillas raídas. Parecían barcas sin rumbo en un mar de penumbras y tristeza.

Con mucho esfuerzo y poco tino quitó sus calcetines. Luego miró al armario de raíz, a la puerta con la percha que colgaba oxidada y a la ventana armada con persiana teñida de gris ciudad. Sobre la pared de gotelé se proyectaba su sombra, teatral y burlona, oscura hija de una luz pobre. En el centro de todo aquello esperaba la cama, sin bultos ni relieves.

Suspiró en el silencio y bajo las costillas, cerca del hombro izquierdo, sintió el dolor acechante como lo es un oscuro juramento. Era compañero habitual, pero ahora, en el ritual nocturno, se hacía algo más intenso, negro y agudo. Como lo es la intensa negra y aguda muerte.

Llegaba la hora de librarse de toda aquella gravedad. Dejó rodar sus penas sobre la espalda y, con algo de impulso, subió las piernas para extenderse encima la colcha. Estaba cansado y quería cerrar los ojos para soñarla. Que ahora todo resultaba muy umbroso y ella anduvo siempre iluminando a la vida con el cascabeleo de su risa que era música sin notas como para, hasta en la peor de las tormentas, hacer mañanas primavera de color trigo y olor a hierba. 

Desde que se fue, él dormía encogido. Lo hacía en su esquinita, viviendo aquellas memorias medio inventadas. Descansaba el alma en el lugar donde los sueños son recuerdos moldeados. Así, por las noches todo ocurría bastante bien, sin apenas moverse de su sitio y con cuidado para no tocar el vacío al otro lado de la cama. Ese, el suyo, era el lugar del respeto y también aquel en el que durante tantos años oyó el otro respirar que era brisa de cariños brotando del pecho de su mujer. Era donde descansó la emoción de rozar esa piel en pleno viaje a Dios sabe dónde.

Pero ahora también resultaba el lado más cómodo para apagar la luz de la mesita de noche y, antes de desconectar de la realidad, poder ver las cenizas de su amada Amanda para  lanzar un beso mojado en lágrimas.

Aquella noche le costó un poco más llegar a la lamparilla. Extendió el brazo, gimió de dolor, pulsó el interruptor, y luego todo se apagó.