Adiós a Endoradhouse

Habíamos pasado el día como fantasmas consumidos por su propia pena, vagando por la casa sin casi energía para ser vistos y, aun así, nos resultaba imposible estar quietos. Parecíamos malditos por el ansia de consumir un presente efímero, como quien sabe que morirá al caer la noche.

Anduvimos durante más de doce horas de un lado a otro, intentando seleccionar los pocos enseres que cabrían en el carro. Madre había sido clara al respecto pero, aunque la familia llevaba años en declive y hubo que vender o pagar al servicio con gran parte de las posesiones, quedaba aún todo un universo de objetos que eran anclas al pasado y nos parecían píldoras de felicidad para el viaje. Eran trozos de una vida que ahora se nos escapaba como arena entre las manos. No nos quedaba futuro y el presente era, sencillamente, sucio e insufrible. Huíamos hacia un negro abismo y era momento de elegir que llevarnos en tal martirio que nos esperaba.
Mi hermano tuvo suerte, porque tenía claro desde el amanecer que el equipaje sería la escopeta de padre, municiones y Teddy. Mi hermana Alison consumió horas entre papeles, buscando cartas y registros de propiedades. Pero con la llegada del atardecer estaba tan hundida y aturdida, que decidió tomar el corpiño de su boda, un pañuelo de caballero que siempre guardó en el joyero y el alfiler con cabeza de perla de la abuela. Yo gasté mis horas tomando y dejando cosas. Con cada roce de esos objetos me aturdida una oleada de emociones y recuerdos. A la hora del té entendí que jamás volvería a la sala de música. Entonces, tras subir con urgencia innecesaria quedé quieta en la entrada. Observé y pensé en cómo burlar esa separación tan dolorosa. Obviamente no podía llevarme el piano, tampoco el chelo y las partituras solo iban a recordarme una ausencia más. Lloré, rocé sus maderas y los besé como habría besado a mi primer amor. Decidí luego, con un coraje nuevo para mí, llevar la música en mi corazón, donde entendí que los temas de peso y volumen no importaban. Bajé liberada a la segunda planta y, con los reflejos del sol en el aparador de la sala de costura, intenté tomar alguna pieza de jade o de oro. Pero por alguna extraña razón sentí que nada de aquello tenía sentido. Sabía que, horas más tarde, la gente del pueblo iba a entrar para robar lo más posible. A ellos les haría mejor servicio. Vague luego una vez más por la cocina y entrando por el pasadizo de servicio, entré al salón de té. Un impulso me llevó a tomar la cucharilla de plata del azucarero. De vuelta en la cocina, tomé el sacacorchos imaginándome la apertura de un buen vino en algún lugar soleado y musitado por el tintineo de la risa de madre. Al llegar el rojo del atardecer arranqué un trozo del papel del salón de invierno, junto a la chimenea, pensando que de alguna manera tendría retenidos los aromas de amor y restos del calor del hogar.
Tras aquello y sin saber cómo, se me había echado la noche encima, igual que a madre, Alison y Tommy. Ya no quedaba más tiempo. 
El jardinero nos esperaba en la salida al jardín con idea de ser discretos y eludir los riesgos en torno al camino del pueblo. 
Era una noche templada, pero oscura y enemiga, con luna ausente y un manto de enfadadas nubes que enviaban un viento incómodo, irrespetuoso y aullador.
Como las almas en pena en que nos habíamos convertido subimos al carro y sin señal alguna sus ruedas empezaron a crujir, moviéndose hacia la entrada al bosque. 

Avanzábamos como sonámbulos en una pesadilla, iluminados con la sola luz del farolillo. Ya cerca del muro, cuando el negro manto de árboles estaba a punto de engullirnos sentimos a la gente del pueblo que esperaba agazapada entre arbustos y vegetación deseando entrar a Endroadhouse para tomar algo que les ayudará a sobrellevar los malos tiempos que acababan de llegar.
A la derecha pude sentir a Edward que, como los demás, había ido para vernos marchar u aprovechar el momento. Pero en su caso no esperaba tomar objetos de valor, si no ver al menos mi sombra por última vez.

Mi madre lloraba, Alice se dejaba llevar por el zarandeo del carruaje y Tom miraba su rifle. En medio de aquella oscuridad me embargó una extraña liberación que aligeraba la tremenda pena que sentía por dejar atrás todo aquello. Por suerte había tenido todo un día para seleccionar lo que jamás nadie podría arrebatarme, cosas que cargué en el corazón.