Turro, el delantal negro de mamá, la puta y la vida. 

Los restos quedaban esparcidos a lo largo y ancho del campo brutalmente maltratado, arañado y agujereado. Ahora era un paisaje marcado con la peor vergüenza del hombre. 

Sonaban los cuervos, algunos gemidos muy esporádicos y poco más. Todo estaba inundado por una calma que caía a plomo como un manto de arrepentimiento. Apenas quedaba movimiento tras aquella partida de un juego sin sentido que, además, había resultado en tablas.  

La noche anterior había resultado horrible y el día llegaba ahora con una luz inusual en aquella región. Era una claridad que mostraba la verdad y también cierta esperanza. Las persistentes nubes y la fina lluvia se habían retirado con la negrura tras los últimos fogonazos y apenas un par de horas antes de su despertar. 

Turro, el fiel amigo de su infancia, corría hacia él con el trotar destartalado de los perros grandes y patosos. Sus grandes orejotas marrones parecían aplaudir alternativamente arriba y abajo a cada salto. Quería ir hacia él, levantarse y notar su pesada bondad tras el caliente pelaje. Pero no podía. Aquella alegría y deseo, no eran suficiente para mantenerlo con claridad en la escena y poco a poco su amigo se desvanecía con la luz que atravesaba la piel de los párpados. Escapaba a su control, Turro se iba y él empezaba a regresar. Le habría gustado poder llorar. Pero de momento sólo podía respirar. No era capaz de oír nada, como tampoco era capaz de recordar muy bien por qué estaba en esa situación.  

Se encontraba tumbado boca abajo, eso parecía claro. La nariz quedaba aplastada por algo frío allá donde apoyaba su mejilla. También sabía que estaba con una pierna doblada y había algo que presionaba su brazo derecho Sintió su cara, las orejas, sus labios, un sabor metálico y luego notó el frío en el cuello. No quería abrir los ojos. Ahora ya sentía bien claro que no había nada bueno al otro lado. Decidió pensar en cosas bonitas. Vio a su madre con el delantal negro y regañándole de mentira antes de darle un beso muy apretado y fuerte en la frente. “Te quiero, hijo” Pero de golpe, sin saber cómo, su mente se fue a ella, la puta del burdel de París que, en la noche antes de partir, no le cobró nada y lo tuvo abrigado con, quizá, uno de los abrazos más sinceros que jamás recibió. Recordó el olor a incienso y su perfume delicioso, también el rojo de las luces de la habitación y cómo el tibio sol del amanecer pareció limpiarlo de teatralidad, dejándolo en lo que era, una habitación donde dos desconocidos se habían entregado lo más íntimo y preciado. Sus miedos, su comprensión, amor y abrazos. Del supuesto pecado de aquel lugar, no quedaba nada tras el sol, como en nada queda la vida cuando sientes el miedo que él sentía antes del grito de “avanzad”.  

La luz, del tipo que sea, pone a toda cosa en su verdadero sitio. Como debía estar poniendo en su sitio el lugar donde él parecía existir ahora. Estaba vivo, era claro. Aunque tenía recelo de la verdad que le esperaba y no quería abrir los ojos. Al menos no sentía dolor. Aunque sí frío. Pero la curiosidad, o quizá el instinto, le hizo decidir abandonar imágenes de recuerdos. 

Abrió los ojos y encontró una raíz de una planta pequeña, desnuda y expuesta, desplazada de su sitio y condenada a la muerte. Se sintió plenamente identificado con ella. Aquellos restos, antes vivos, asomaban entre terrones de tierra empapada de la cavidad donde ahora él tenía escondida la cabeza. Caían gotas de agua manchada y el vaho de su respiración no le dejaba ver bien. Ese rincón, esa pequeña cueva en el terreno, parecía cómoda para quedarse un rato más. Había mucha paz, nada de ruido, él no oía nada y todo eso derivaba en un cierto confort. No quería salir de ahí. Ya no estaban ni Turro, ni su madre ni Jeanne. Quedó tumbado, pues no había prisa por nada. El pitido en el oído derecho y luego otro en al izquierdo dieron más memoria y explicación a su paz. Recordó lo que le llevó a ese hueco, lo último que oyó. Tras una tremenda explosión y mucha luz, había salido volando hasta caer en uno de los cráteres que segundos antes había esquivado. Cambió la postura, se colocó boca arriba y volvió a cerrar los ojos. Esta vez no recordó nada de lo soñado y, ya recuperado del oído, le despertó el sonido del campo. Sonaban los cuervos, algunos gemidos muy esporádicos. Sonaba la vergüenza y el arrepentimiento. Sonaban la rabia y las pesadillas. Pero en realidad entendió que lo que sonaba era la vida.