Quevedos

Era noche ya cerrada. Densa, lenta, cargada de recuerdos y calor estival. Las ventanas del salón y las del baño estaban abiertas. Estaban disciplinadas por cuñas de madera y quedaban como dos vigías obedientes. Bloqueadas para llamar al viento, pero en realidad solo alcanzaban a robar algo de brisa caprichosa que, a ratos, aligeraba la pesadez del aire a respirar. Era agosto. 

El patio de la cocina estaba muy oscuro y parecía un pozo sin fin, perfecto para desechar maldades. Al otro lado, la calle usaba una luz amarillenta, muy débil y aburrida pero ideal para que la imaginación dejara aflorar el surrealismo. Por suerte Madrid es de calor seco y en el centro, en pleno puente de las fiestas de la paloma, los ruidos de la vecindad habían marchado a la playa, así que se podía reproducir música en el altavoz sin molestar a nadie. 

Eligió a Chopin, y empezó por el nocturno en do sostenido menor porque en esa noche le apetecía escuchar música que salvaba vidas.
Dispuso iluminación con velas que ayudaban a dar un toque algo más dramático o íntimo. Quizá ambas cosas. Con aquellas tímidas llamas todo quedaba ya preparado para que durante la lectura, ideas e historias pudieran campar a sus anchas y pasar de dentro a afuera de lo que todos creían que es la realidad. Es posible que ciertos personajes usaran la oscuridad del patio, o quizá algunas ideas se escaparan a las calles para cambiar el tiempo, doblar farolas y llevar la ciudad a otras latitudes. También era probable que solo quedaran emociones moviéndose de dentro a afuera del corazón. Todo estaba por ver.

El libro había quedado abierto en la mesa de madera y, mientras dejaba el café con hielo junto al lápiz, miró a la foto de Marta. Apartó la silla y se sentó frente a aquel altar
La nariz parecía quilla de barco y por la prominencia del hueso, no era necesario hacer el gesto, pero tomó sus quevedos, apartó los cristales, elevó el entrecejo y los colocó sobre el escalón de su hueso nasal muy dispuesto a romper las olas de la historia. Lo hizo con la parsimonia de un ritual.


Las cejas, blancas y nutridas con larguísimos pelos, uno por cada dolor del pasado, proyectaban sombra sobre la mesa. Apagó la luz del techo, única eléctrica que quedaba encendida, y se preparó para la lectura. Los fantasmas ya estaban presentes y las llamas de las velas avisaban alivio con su titilar.
El prólogo quedó devorado la noche anterior, así que fue directo al capítulo uno.
Dio un trago al café y entró de pleno en la historia como quien se lanza a la piscina para un chapuzón.


Empezó a leer y quedó enganchado por el misterio de lo bien contado.


La historia corría, agitaba emociones, cambiaba de países y retorcía pasiones. En el avanzar de la trama, un personaje, que pareció poco importante en el origen, fue tomando protagonismo. Se trataba de un tal Miguel. Hombre de recursos, amigo de todos, maltratado por algunos y pieza clave en una historia bellísima olvidada por todos menos por el propio libro y su amada Marta.
En efecto, el patio resultó útil, igual que las calles “Dalinianas” al otro lado de la ventana. Pasó así la noche entre actuaciones, aventuras y alguna que otra lágrima. Era un buen libro, no cabía duda.


Casi sin darse cuenta, había llegado el amanecer y con él, las últimas páginas del libro. 

Levantó la vista y observó la casa teñida de naranjas que pronto se irían para dejar paso a la luz impertinente de agosto. Olía a leña y un gato maulló antes de que cantara un gallo. Las velas, vencidas por su destino, se habían agotado, el hielo del café se transformó en agua turbia y el fresco del amanecer, animado por un extraño viento del norte, llamaba a cerrar las ventanas. Casi como pasa en el otoño de la vida, pensó.
Decidió volver a la lectura para acabar la historia, que ya quedaban pocas hojas.
En las últimas páginas, el protagonista, Miguel recordaba su vida como si fuera un libro y en aquel repaso añoraba el amor que se le fue, el de Marta. El, finalmente, héroe de la historia, llegaba cansado al final del camino. Estas últimas líneas emocionaron a nuestro protagonista que dudó si continuar. Era todo tan parecido que hacía desconfiar de la propia realidad.


Miró a los restos de la vela que parecían un congelado lago de lágrimas y decidió acabar.
Las últimas líneas decían así;

“…Por la prominencia del hueso su nariz, no era necesario hacer el gesto, pero tomó sus quevedos, apartó los cristales, elevó el entrecejo y los colocó sobre el escalón de su hueso nasal. Lo hizo con la parsimonia de un ritual. El ritual de la misma vida.
Las cejas, blancas y nutridas con larguísimos pelos, uno por cada dolor del pasado, proyectaban sombra sobre la mesa. Apagó la luz del techo, única eléctrica que quedaba encendida, y se preparó para la lectura. Las llamas de las velas avisaban alivio con su titilar. Era el calmo alivio de lo que está vivo y elegantemente se deja mover por el suave viento del verano…”