El ultimo sol de Du Barry y un gato asustado

El sol ya se alzó brillando por encima de los tejados. Lo hizo con el permiso de un cielo indeciso y con la debilidad de que suele gastar en el invierno del norte. Llegaba rozando las tejas para, húmedas por una lluvia recién parada, teñirlas de un rojo color sangre.

Entre la multitud, a corazón parado y con los ojos congelados por la escena, incapaces de parpadeo, estaban los dos amigos. Aún tenían en la mente el fugaz y pesado sonido que metal dejó en su viaje hacia los tablones unos minutos antes. 

Quizá fuera por la ausencia de ruido en aquella contención de aire colectiva, o por el terrible silencio del alma que no alcanzaba a entender semejante barbaridad, el nuevo ruido del hierro, ya liberado de ataduras y rozando puntualmente con las guías embadurnadas de grasa, parecía ser la única cosa real que resonaba tras el segundo de muerte y desesperanza que acababa de caer sobre ella. Abajo, esperando la llegada de la cuchilla en los más largos segundos de su existencia, había estado madame Du Barry que, quizá por elección o simple ironía de la vida, lucía su vestido de carnaval ya sucio y roto. Pasado aquel instante atroz, sólo quedaba una parte de ella sobre la tarima y de alguna manera a Bernhard le había ocurrido lo mismo unos metros más abajo. Ambos amigos continuaban de pie, embarrados, incrédulos, incapaces de reaccionar y con el alma rota.

La tarde anterior, gracias a promesas y deudas pendientes de cobrar, Bernhard había conseguido ir a visitarla a la celda. En aquel lugar pestilente hacía un frío inhumano y ella apenas salió de la oscuridad de su rincón durante todo el encuentro. Entre sombras, barro y ratas, él habló para ofrecer un plan que evitara la horrible mañana del día siguiente. Esa solución pasaba por una apuesta arriesgada. Él asumiría la culpa de todo, explicando que los documentos que la implicaban fueron falseados por él mismo como respuesta a una venganza que ella había tramado por desamor años atrás. Esta última parte era cierta y, aparte de la pérdida de visión en su ojo izquierdo que podía ser confirmada por los físicos que le trataron, había testigos e implicados en su antiguo servicio que podrían confirmar aquella la parte de la historia. En la corte todos conocieron aquel amor no correspondido, por lo que podría ser verosímil esta última parte inventada. Él tendría oportunidad de salvar la cabeza gracias a su implicación en la revolución y unos cuantos buenos contactos en la antigua aristocracia. Tenía amigos hasta en el infierno y el plan así resultaba que no era seguro, pero sí de probable éxito. Ella podría escapar a su casa de la costa e intentar ser olvidada.

La respuesta de la dama Du Barry fue tajante y en cierto modo cruel como sólo ella sabía ser. Prefería morir antes que recibir esa ayuda de un infeliz tal, quedando como una doble necesitada. En el pasado de amor, en el presente de compasión.

Tras alta insistencia y las muchas negativas de la dama, Bernhard abandonó la sala sin oír un tímido “gracias amigo” que la Du Barry, susurrándolo más desde el corazón que con los labios, se elevó al lugar donde mueren todas las palabras que no han sido escuchadas.

Pero ya daba todo igual. No importaba ni el frío, ni la humillación, ni la pena por lo que podría haber pasado. Así que, tras el rodar de cabezas de aquella mañana, Bernhard y Polinesky vagaron por la villa durante un buen rato hasta encontrar un lugar donde tomar un vino y protegerse de la lluvia que se ve que quiso volver para llevarse la sangre a la tierra.

Un letrero mal colgado sobre un ventanuco dio la pista de que habían encontrado un posible lugar donde calentar los huesos y el alma. A pie de calle una puerta de madera, algo alejada del ventanuco hacía pensar que podía ser el acceso a algo parecido a una posada. Entraron por una portezuela bien pequeña que, tras una empinada bajada de escaleras de granito, entregaba a los clientes a un lugar oscuro, merecedor de la mayor desconfianza, con una extraña mezcla de olor a leña, vino, cuero, orín y sudor. El ambiente, a pesar del frío del día, era agobiante. Sólo se recuperaba algo de aire para respirar cerca de la barra donde una mujer pelirroja oronda y enorme servía vino junto a un proyecto de esqueleto de piel cetrina y que gastaba una mirada enfermiza, malvada.

Avanzaron sorteando borrachos, mesas, alguna espada sin dueño, jarras vacías y varias ratas asustadas. AL fondo, regaladas con algo más de luz, lucían descaros un par de prostitutas que dormitaban cerca del fuego. Los dos amigos decidieron tomar asiento no muy lejos, en una diminuta mesa que les esperaba bajo el único ventanuco de la cueva.

Antes de hablar, observaron lo que les rodeaba. Como botes salvavidas en un mar de oscuridad, brillaba la luz de alguna vela sobre las mesas. Su luz entregaba rostros demacrados, cansados, y tristes en su mayoría. El fantasma de un niño medio desnudo correteaba a veces por entre los clientes y en cuanto la prostituta más joven cerró los ojos, aprovechó para meter sus manos bajo la falda pretendiendo un festín prematuro para la edad que aparentaba. La mujer aceptó el toqueteo y tras abrir sus piernas cayó definitivamente dormida.

–¿Ves Polinesky? En estos días hasta los niños viven cosas que no les corresponden. Las cosas inapropiadas y malas corren como la pólvora y queman todo lo que tocan. Y aquí, este infierno en el que estamos no resulta ser peor que lo que tenemos más arriba. Diría yo que al menos aquí las cartas del juego son más claras.

–Pero precisamente por eso no debes decaer. La gente como tú con su sabiduría y lo que has regalado a los que estamos cerca, no deben dejar de ser buenos. Es necesario que la gente lo vea, vea lo que has hecho por todos ellos, lo que quieres hacer en medio de esta locura. Y en unos años deben saber lo que quisiste hacer por madame Du Barry, porque hoy, está claro, esa verdad te pondría en muy peligroso riesgo. Te jugabas la vida por alguien que te quitó la vista de un ojo y te odiaba. Pero aparte de esto se debe saber todo lo que has hecho por todos nosotros.

Bernhard andaba triste pero sereno.

–Créeme, no lo hice por ella. Este ojo que no ve me recuerda su manera de ser. Pero de todos a los que tocaba aquel destino, su alma era la única que, por la historia que nos ligaba, tenía posibilidades de librarse

–Sí, y ella va, y tira a la acequia esa oportunidad. No es justo que ni tan siquiera reconociera tu bondad pidiendo, al menos, disculpas o mostrando una actitud respetuosa y agradecida.

–La bondad, la verdadera bondad, la que se practica sin aspavientos, la que se hace de manera inevitable, la que no se ejerce por autocomplacencia, suele ser etérea para muchos y casi siempre invisible en todo su alcance. Muchas veces va acompañada de soledad y exige alta fortaleza para no salir de los raíles. A veces uno cree que está preparado, pero suelen surgir situaciones complicadas demostrando la alta virtud que supone su práctica. Siempre llega una prueba, y sea en forma de injusticia o de ceguera que muestra una grieta en nuestro motivo, un matiz que, para el atento, hace volver a la casilla de salida. Aunque sea una nueva, quizá la verdadera prueba para el espíritu se haya en saber empezar siempre desde la humildad y saber que, luego, todo vuelve a depender de los dados.

Polinesky observó la tristeza y abatimiento de Bernhard y pensó que él sería incapaz de actuar así. Luego miró a su alrededor. Todo le pareció un poco menos miserable y algo más humano al entender que en esas sombras, tras aquellos rostros cansados y demacrados, víctimas todos de los dados de la fortuna, quizá dormían recuerdos de historias buenas y bonitas.
En aquella cueva reinaba una extraña paz. La prostituta joven se acomodó, sacó al niño de debajo de sus faldas y, trayéndolo hacia su pecho, lo abrazó. Ambos durmieron con gesto de agradecimiento mientras por el ventanuco y vertiéndose como una niebla densa que llegaba de lejos sonaron, gritos lejanos, el maullar de un gato asustado y algunos cuantos disparos.