Despertó en el suelo

Ferdinand despertó en el suelo, con la nariz cerca de la tarima sucia y maloliente. Frente a sus ojos, como un tótem olvidado en medio de una lúgubre oscuridad, se alzaba hacia su respaldo una pata de silla vieja. Al fondo algo de luz y más arriba flotaban pruebas de la vuelta a lo que parecía una consciencia perdida. 

A pesar de lo incómodo de la situación disfrutaba de una extraña relajación, como la de quien pierde el espíritu por un momento y ha dado descanso a absolutamente todos los músculos del cuerpo. No le costó levantarse y comprobó que, para sorpresa suya, en aquel café estaban ahora todos aquellos que habría soñado ver algún momento de su vida en persona. Todos a los que le hubiera gustado pedir que posaran, por no decir tener unos minutos de charla, para poder sacar una instantánea de su foto o del verdadero olor de su personalidad. Sus trabajos más deseados estaban delante suyo, algunos genios, otros excepcionales, todos los admirados y algún odiado. 

Reinaba un silencio sepulcral y al otro lado de las ventanas del bar parecía no haber nada, ni vida ni realidad. Erguido y como fantasma ignorado por los protagonistas de la escena, se planteó tomar la cámara de fotos que continuaba en el suelo, pero algo le llamaba a dejarse de profesionalismo y tomar la escena solo con el registro que dejaban los ojos. 

La imagen era, desde luego, increíble y andaba dotada de piezas de puzle de muy difícil encaje. Reinaba el silencio, el local andaba sumido en una extraña penumbra que solo se debilitaba a pocos metros de las ventanas de fachada y de la entrada. Era como estar en la antesala de un sueño, o un lugar de paso entre dos mundos.

Junto a la barra pudo reconocer a Ortega y Gasset que miraba con ojos de deseo a una sueca feminista, quizá escapada de un crucero transatlántico. No hablaban porque de alguna manera parecía que ya se habían dicho todo, él desde su honestidad y ella desde su dignidad. Al fondo, cerca de los aseos aparecía una figura que, tras desplazarse hacia una mesa en el centro del bar vertía la pasión de sus dos ojos claros y se dibujaba como Pablo Picasso. Quizá bendito por la luz o con la ventaja que da alcanzar a más perspectivas de la realidad, sin pudor dedicó una mirada muy intensa, más de lo normal, a aquella mujer alta que resultaba de convicciones más fuertes que su condición animal y, por qué no decirlo, estilizada además de muy rubia. Ella le vio y al rato se olvidó del escritor. Como chico de bar, y con permiso de Ferlosio, andaba Alfanhuí, algo más mayor de lo que él imaginaba, pero parecía tan despegado de las cosas y dispuesto a madurar de una manera inconsciente como lo había sido siempre. Iba de aquí para allá, de arriba abajo, del día a la noche y de las nubes al sol, intentando poner cierta vida a la escena algo rancia, recoger, limpiar y cambiar cosas de sitio. En su devenir sirvió, sin que él se lo pidiera, un vaso de leche y un emparedado a un hombre mayor que parecía Albert. Comentaba a una elegante Audrey Hepburn algo sobre las artimañas que un hombre convencido de sus teorías debe llevar a cabo para que el mundo resulte un poco más fácil de explicar. Como siempre despeinado y dispuesto a mostrar su burla al mundo, aclaraba que, claro está, las teorías pueden romperse en un instante de brillo del universo y ella misma le resultaba un claro ejemplo, pues la bondad y belleza de sus ojos era indiscutiblemente no relativa.

Ferdinand no daba crédito. Los personajes parecían entrar y salir de escena. Todo aquello, propio de película de Buñuel, incluída la serpiente color plata luna que se deslizaba desde la barra de zinc hacia la fresquera, parecía sacado de un sueño mal improvisado. 

Miró a su alrededor de nuevo. En la bajada a los aseos, casi dentro de una terrible oscuridad se advertía la presencia del diablo del buen gusto, mientras que sentado junto a la puerta de la entrada, leyendo el new york times, a pierna cruzada y en actitud relajada, se encontraba el ángel de lo inevitable. A la vista de aquellos opuestos, uno agazapado y otro protegiendo, llegó a la conclusión de que el asunto iba más de arte que de otros temas igual de serios.

Pero lo más asombroso fue, tras un mejor vistazo, y con la llegada de cierto ruido, el encontrarles a los dos. Los grandes, sus grandes, sentados uno frente al otro en la mesa que se situaba junto al gran ventanal por el que entraba la luz de la verdad. Enfrentados el uno al otro, con la mesa de mármol blanco de por medio y con sendos vasos de licor sin empezar, estaban ahí, frente a su alma Dostoyevski,y Cheijov. Sorprendentemente parecían de la misma edad. 

El primero lucía su aire pensativo, con aspecto de pensador obcecado y un cierto toque de hombre de campo o militar que gastaba la mirada del que ha sufrido pérdidas sin poder decir adiós, la de quien capaz de entender los detalles del ser humano sin juzgarlo demasiado. El segundo con su mirar de médico inteligente, hombre de ciencia de aspecto distinguido y capaz de entender los detalles del mundo sin criticarlo demasiado porque todo “es como es” y no deja de tener un cierto toque gracioso.

Dostoyevski parecía intentar convencer a Chejov de algo en concreto. Y tras un rato de escucha supo de qué se trataba. Él decía que el hombre era un ser extraño y complicado, con recovecos en su comportamiento, conocedor del honor, pero capaz de dejarse llevar hasta la injusticia si era cuestión de costumbres.

–No estoy de acuerdo, dijo con una mirada que pretendía seguridad, pero dejaba entrever un punto de duda. Usted señor Chejov, incesante en la lucha por sus objetivos, hombre hormiga y convencido de una extraña belleza oculta en cada cosa de este mundo, es como todos nosotros. Un ser víctima de las circunstancias que le rodean, tan expuesto a la montaña rusa del destino como todos nosotros. Es extraño como todos, con sus historias que le hacen humano. Usted caerá como todos caemos y lo único que podrá salvarle es conservar esa parte inconfesable que todos guardamos para uno mismo y es, posiblemente, el auténtico sello de nuestra alma.

Tras aquello, su rostro dibujó una sonrisa forzada que, posiblemente intentaba ocultar su inseguridad o cierto miedo a la réplica de Anton. Denotaba nerviosismo y un sudor frío que delataba la tensión de aquel encuentro. Sabía que él mismo era influencia para Chejov, pero le preocupaba no esta a la altura de una charla que, quizá, no debía ocurrir.

Chejov, escuchó atento y dio su réplica a Dostoyevski.

–Querido, entiendo su postura y le diría que hasta ha alimentado parte del mundo que vuelco en mis letras. Pero mire, creo que el mundo es magnífico por lo que es y precisamente en parte por nuestras miserias. Yo no las juzgo, solo intento ponerlas en un contexto y respeto su devenir. La maravilla del mundo es mucho más de lo que se ve, de lo que vemos aquí sentados. Mire, estamos aquí con las posaderas ya planas y medio dormidas discutiendo un tema serio para nosotros pero que no es más que un soplo en el universo. La luz vainilla que se cuela por estas vidrieras, tímida y enferma, iluminaría exactamente igual a cualquiera de los presentes en este bar y ellos, a su manera, hacen el mundo igual de interesante que nosotros—Cuando Chejov hablaba una mosca revoloteaba cerca de Dostoyevski aportando cierta comicidad y nerviosismo en él– El mármol de la mesa, desgastado y poco limpio, sostendría igual la absenta de Picasso y cualquier otro de los habitantes de la penumbra que reina a pocos metros de mi mano izquierda. Pero lo que hace mágico este momento, lo que hace diferente el mundo, no son solo las personas, si no cómo ellas tejen los destinos en cada escenario. 

En cierto modo, parecía que hablaban de lo mismo y la discusión era un mero juego.

Tras aquello, Ferdinand intentó tomar la cámara para fotografiar el momento, pero no estaba donde la vio por última vez y al volver la vista a la escena, no quedaba nadie. Ni Picasso, ni la sueca, ni Ortega y Gasset. Tampoco estaba Alfanhuí y lo peor es que no quedaba ni rastro de los rusos. El bar era un desierto, un recuerdo olvidado y cuando volvió a mirar al suelo, ahí estaba él tumbado y pálido, sosteniendo su cámara mientras el sonido de una ambulancia se acercaba anunciando un resultado terrible para él mismo.

Poco a poco se difuminó y pareció oír a sus espaldas a alguien que le decía: No se alarme joven, aquí la luz es otra, su velocidad no importa y todo sigue siendo muy relativo. 

Luego todo se hizo blanco.