A veces rebusco en los cajones para hallar soplos de esperanza,
papeles pintados con amaneceres tranquilos,
caricias no dadas que se quedaron a la espera,
desiertos de nubes plateadas, dulces y cálidas,
a veces me siento tan pequeño y sin embargo soy ya tan viejo
que me da vergüenza cruzar la mirada:
otro que se aparta, otro que marcha sin saber dónde.
En el parque de enfrente,
he visto que han colgado un cartel en el columpio
“prohibido tirarse si no tienes sueños”
y he ido a buscarlos entre las ramas
a ver si se caen de algún nido,
quiero ponerme alas de cenicienta,
alejarme del ruido asesino de la urbe,
es tan aburrido ser responsable
no creer ya en política ni en eslóganes,
no hay cementerios para los perdidos de alma,
lo sé, así que cojo el abrigo y me voy al trabajo
con la camisa recién planchada,
pero no olvido que mañana o pasado o al otro
cuando el mundo deje de venirse encima
volveré a creer en los besos de tu boca,
en las fábulas, en los créditos hipotecarios,
en la subida del IPC
y seguiré buscando corazones atravesados por una flecha
que no estén dibujados en retretes,
suelos limpios donde hacer el amor,
cuesta tanto ser trapecista a cuarenta metros de altura
sobre la acera del desencanto
con olores de putas y vómitos de borrachos
pero sigo buscando entre los cajones,
entre la ropa sucia y la lista de la compra medio hecha,
a través de las ventanas sin cristales,
sigo conservando tus ojos azules debajo de la almohada
y veo el unicornio, que regalé a tu hija, sobre la estantería
que a veces echa a volar
y me recuerda que siempre hay soplos de esperanza.